22 feb 2015

Vigilados y vendidos

Vigilados y vendidos/Manuel Castells
La Vanguardia | 21 de febrero de 2015
El 97% de la información del planeta está digitalizada. Y la mayor parte de esta información la producimos nosotros, mediante internet y redes de comunicación inalámbrica. Al comunicarnos transformamos buena parte de nuestras vidas en registro digital. Y por tanto comunicable y accesible mediante interconexión de archivos de redes. Con una identificación individual. Un código de barras. El DNI. Que conecta con nuestras tarjetas de crédito, nuestra tarjeta sanitaria, nuestra cuenta bancaria, nuestro historial personal y profesional –incluido domicilio–, nuestros ordenadores –cada uno con su número de código–, nuestro correo electrónico –requerido por bancos y empresas de internet–, nuestro permiso de conducir, la matrícula del coche, los viajes que hemos hecho, nuestros hábitos de consumo –detectados por las compras con tarjeta o por internet–, nuestros hábitos de lectura y música –gentileza de las webs que frecuentamos–, nuestra presencia en los medios sociales –como Facebook, Instagram, YouTube, Flickr o Twitter y tantos otros–, nuestras búsquedas en Google o Yahoo y un largo etcétera digital. Y todo ello referido a una persona; usted, por ejemplo. Sin embargo se supone que las identidades individuales están protegidas legalmente y que los datos de cada uno son privados. Hasta que no lo son. Y esas excepciones, que de hecho son la regla, se refieren a la relación con las dos instituciones centrales en nuestra sociedad: el Estado y el Capital.

En ese mundo digitalizado y conectado, el Estado nos vigila y el Capital nos vende, o sea vende nuestra vida transformada en datos. Nos vigilan por nuestro bien, para protegernos de los malos. Y nos venden con nuestro acuerdo de aceptar cookies y de confiar en los bancos que nos permiten vivir a crédito (y, por tanto, tienen derecho a saber a quién le dan tarjeta). Los dos procesos, la vigilancia electrónica masiva y la venta de datos personales como modelo de negocio, se han ampliado exponencialmente en la última década por efecto de la paranoia de la seguridad, la búsqueda de formas para hacer internet rentable y el desarrollo tecnológico de la comunicación digital y el tratamiento de datos.
Las revelaciones de Snowden sobre las prácticas de espionaje masivo del mundo entero (con escasa protección judicial o simplemente ilegales) han expuesto una sociedad en la que nadie puede escapar a la vigilancia del Gran Hermano, ni Merkel. No siempre ha sido así porque no estábamos digitalizados y no existían tecnologías suficientemente potentes para obtener, relacionar y procesar esa inmensa masa de información. La emergencia del llamado big data, gigantescas bases de datos en formatos comunicables y accesibles (como el inmenso archivo de la NSA en Bluffdale, Utah) ha resultado del reforzamiento de los servicios de inteligencia tras el bárbaro ataque a Nueva York así como de la cooperación entre grandes empresas tecnológicas y gobiernos, en particular con la Agencia de Seguridad Nacional de EE. UU. (que forma parte del Ministerio de Defensa, pero que goza de amplia autonomía).
El director de la NSA, Michael Hayden, declaró que para identificar una aguja en un pajar (el terrorista en la comunicación mundial), necesitaba controlar todo el pajar, y eso es lo que acabó consiguiendo, según su criterio, con una flexible cobertura legal. Aunque Estados Unidos es el centro del sistema de vigilancia, los documentos de Snowden muestran la activa cooperación con las agencias especializadas de vigilancia del Reino Unido, de Alemania, de Francia y de cualquier país, con la excepción parcial de Rusia y China, salvo en momentos de convergencia. En España, tras la escandalosa revelación de que la NSA había interceptado 60 millones de llamadas, Snowden apuntó que en realidad lo había hecho el CNI por cuenta de la NSA. Siguiendo la política de Aznar que dio a Bush permiso ilimitado para espiar en España a cambio de material avanzado de vigilancia. Y vigilaron a todo quisque compartiendo información. Pero fueron las empresas tecnológicas las que desarrollaron las tecnologías punta para el Pentágono. Y fueron empresas telefónicas y de internet las que entregaron datos de sus clientes. Sólo se enfadaron cuando supieron que la NSA los espiaba sin su permiso. Facebook, Google y Apple protestaron y encriptaron parte de sus comunicaciones internas. Porque en realidad esa es una posible defensa de la privacidad: comunicación encriptada facilitada a los usuarios. Sin embargo, no se difunde porque contradice el modelo de negocio de las empresas de internet: la recolección y venta de datos para la publicidad enfocada (que constituye el 91% de las ganancias de Google).
Aunque la vigilancia incontrolada del Estado es una amenaza para la democracia, la erosión de la privacidad proviene esencialmente de la práctica de las empresas de comunicación de obtener datos de sus clientes, agregarlos y venderlos. Nos venden como datos. Sin problema legal. Lea la política de privacidad que publica Google: el buscador se otorga el derecho de registrar el nombre del usuario, el correo electrónico, número de teléfono, tarjeta de crédito, hábitos de búsqueda, peticiones de búsqueda, identificación de ordenadores y teléfonos, duración de llamadas, localización, usos y datos de las aplicaciones. Aparte de eso, se respeta la privacidad. Por eso Google dispone de casi un millón de servidores para procesamiento de datos.
¿Cómo evitar ser vigilado o vendido? Los criptoanarquistas confían en la tecnología. Vano empeño para la gente normal. Los abogados, en la justicia. Ardua y lenta batalla. Los políticos, encantados de saberlo todo, excepto lo suyo. ¿Y el individuo? Tal vez cambiar por su cuenta: no utilice tarjetas de crédito, comunique en cibercafés, llame desde teléfonos públicos, vaya al cine y a conciertos en lugar de descargarse pelis o música. Y si esto es muy pesado, venda sus datos, como proponen pequeñas empresas que ahora proliferan en Silicon Valley.


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